jueves, 6 de julio de 2023

El Día que Ringo le dio una paliza a un Nazi

 

Corría junio de 1969 y el campeón argentino de los pesados Oscar Natalio "Ringo" Bonavena ya se preparaba para un combate tan decisorio como icónico en su carrera, la pelea con Muhammad Alí. Aunque aún no había fecha fijada, Ringo sabía que ese era su norte e iba a hacer todo cuanto pudiera para llegar hasta él. Venía de “ir al bombo” en una pelea en Montevideo, Uruguay, para ayudar a Gregorio Goyo Peralta, quien le había pedido fingir un empate en una revancha por el título que había perdido contra él. Era para poder recomponer su carrera, le dijo. Y Ringo aceptó. Así era él, capaz de ayudar a su rival de toda la vida y llorar con él para consolarlo por el trono perdido. Fue en esos días que aceptó la realización de una pelea que se programó para tres meses después, el 20 de septiembre, con un tal Wilhelm von Homburg, un boxeador alemán, polifacético, actor y ex luchador. La pelea no tenía casi valor desde lo deportivo, pero era una buena oportunidad para embolsar una importante cifra para sostener su camino hacia Alí. Y allá fue, a Alemania. Lo que Ringo definitivamente no esperaba (ni nadie) es lo que esta nota revela, merced, como siempre sucede, a una gran coincidencia y a un no menor instinto periodístico que me llevó a descubrirlo. Por eso el relato en primera persona.

 

Luis Ponzo Navarro (en la foto con Ringo), periodista especializado en boxeo, viajó a comentar la pelea de Bonavena para Radio Colonia. Era mi viejo. Yo, hoy también periodista, era fanático de Ringo a quien había conocido en la cancha de Huracán incentivado por él y a quien había “acompañado” en varias oportunidades desde el ring side gracias al oficio de mi viejo también. Ringo solía hablarme, sentarse a mi lado y hasta saludarme cuando subía al ring. Me aconsejaba que siguiera con mi rehabilitación para recuperarme de una polio que me había afectado antes del año de vida. Eso lo sensibilizaba. Tenía hacia mí una empatía y un afecto auténtico que lo demostraba con esa distinción del saludo y con algunos regalos que me mandaba. Esta vez, otra vez por intermedio de mi viejo, Ringo me envió los guantes que había usado en esa pelea en Alemania. Me había hecho otros regalos, discos, fotos autografiadas y hasta su firma en el yeso de una mano que me había lastimado. Pero estos guantes eran lo máximo y por supuesto algo muy particular. Eran marrones, de la marca Berg, pesaban increíblemente apenas 9 onzas –en lugar de las 12 onzas, hoy obligatorias para su categoría-, los más chicos que usó Ringo en toda su carrera.



Seguramente esa escasa protección -el peso se debe al menor relleno en los guantes- fue una de las razones por la que los golpes de Bonavena resultaron más demoledores que nunca esa noche. Cinco veces tiró Ringo a Von Homburg en solo tres rounds, dos en el primero y tres en el tercero. Le pegaba con verdadera furia, sabía que lo lastimaba y volvía una y otra vez a golpearlo para que cayera, pero esperando a que se levantara, para volver a atacarlo, con una frialdad inusual en él, un boxeador sanguíneo. Así fue hasta que finalmente el rincón se apiadó del alemán y tiró la toalla tras la quinta y última caída. 

Pese a la tremenda paliza que le había dado, terminado el combate Ringo se le fue encima al alemán, literalmente sacado, con la clara intención de increparlo o algo más y debió ser contenido por el árbitro para evitar que lo lograra. El festejo por la victoria también fue inusual. Ringo se cubrió con la bandera argentina y la agitó en alto mientras que era literalmente bañado con una champaña que habían llevado especialmente para ese fin.

 
 
Allí quedó al descubierto que Ringo había querido golpearlo especialmente, como emulando a Emile Griffith cuando mató literalmente a golpes a Benny Kid Paret, en “venganza” porque previamente a la pelea lo había llamado “escoria de la raza negra” por su condición de homosexual. La extraña virulencia de Ringo, que afortunadamente no llegó a ese extremo de matar a alguien en el ring, fue la clave que desató esta nota. Algo había. Pero ¿por qué tanto enojo, por qué esa furia inusual en un tipo tan bocón como bonachón como Ringo? Alguien capaz de ayudar a un acérrimo rival como Peralta o de llorar con él luego de vencerlo o de auxiliar a cuanto amigo o desconocido se le cruzara delante, no se condecía con un posible proyecto de asesino deportivo. Lo conocía bien yo, habíamos hablado muchas veces y no era así. Recién encontré la explicación a semejante paliza, 54 años después, de forma absolutamente casual, como tantas veces suele pasar, pero con cierta cuota inocultable de curiosidad propia del oficio… y heredada también por cierto.

Un amigo, amateur del boxeo, supo de esos guantes y me pidió verlos, pero creí necesario también conseguir un testimonio o algo que le demostrara que eran los mismos. Con el objetivo de obtener una foto de los guantes, busqué entonces el video de esa pelea y tras encontrarlo en la web comencé a repasarlo, tratando de hacer una captura de la imagen donde se vieran los Berg que me había regalado Ringo. La idea era, después de mostrárselos, exhibirlos en algún sitio de mi casa, juntos, la foto y los guantes, como un testimonio y a la vez un homenaje a mi ídolo de entonces... (y "mi mejor amigo", como me autografió una foto alguna vez). Después de un largo trabajo en un video bastante defectuoso pude conseguir la imagen, pero en uno de los acercamientos de pantalla vi algo que me produjo un impacto muy fuerte. Von Homburg, el boxeador alemán, era un tipo muy alto y robusto (de 1,85 mts), blanco por excelencia, rubio casi ceniza, había subido al ring con una enorme bata blanca y un inocultable aspecto de fiereza. Fue en ese momento que agarró con su guante una cruz que colgaba de su cuello con una pequeña cadena, se la llevó a la boca y la tomó con los dientes para dejarla asomar de su boca mientras alzaba su mano y señalaba a Ringo en el rincón opuesto. Un nuevo acercamiento de pantalla reveló algo que yo no esperaba, pero que pronto tuvo sentido. No era una cruz cualquiera, era una cruz de hierro, similar a la cruz de Caballero con esvástica uno de los símbolos característicos adoptados por el nazismo y que se entregaba los más fieles servidores del régimen como condecoración. Algo percibió Ringo que lo llevó a ese estado de enojo. Von Homburg lo había provocado malamente al romper una foto suya frente a una cámara y con declaraciones que hacían referencia a su origen latinoamericano. Allí estaba tal la razón oculta del odio de Bonavena para pegarle tanto. Ringo había entendido el desprecio del otro.

Von Homburg, el Príncipe como le gustaba que le dijeran, se llamaba en realidad Norbert Richard Hartmut Grupe. Se había cambiado el nombre en Estados Unidos, tal vez para ocultar algo de su pasado, aunque la asociación entre Príncipe y Von Homburg, como él mismo contradictoriamente se quejaba, le diera un inocultable tinte de pertenecer a la nobleza alemana. Había emigrado, luego de la segunda guerra mundial, con su padre Richard Grupe, también boxeador y también luchador. El caso es que Grupe padre tenía una razón para cambiarse el nombre y apellido: había actuado en el campo de concentración nazi Buchenwald. Allí radica el porqué de aquella cruz exhibida en el ring, segundos antes de la pelea, un gesto heredado y tan preparado como intimidatorio.

Aún no se había producido la caída del muro de Berlín y tal vez por eso no hay registro de que Von Homburg recibiera castigo alguno por su tremenda ofensa a un rival. Ese gesto con la cruz, hecho en el contexto de un combate entre un alemán y un latino tomaba especial significación por el escenario donde había sucedido. Es que el estadio donde se disputó la pelea era el Berliner Sportpalast, el mismo donde Adolf Hitler pronunció más de un discurso, como el de la orden de ataque a las ciudades británicas, y el temible ministro de Propaganda alemán Joseph Goebbels hizo el histórico anuncio de “la guerra total” en 1943, cuando ya el régimen caía irremediablemente. El Berliner Sportpalast, ubicado en lo que fuera Berlín occidental, fue calificado por Goebbels como “nuestra gran tribuna política”. Finalmente lo demolieron en 1973.

Von Homburg, caracterizado por la mayoría de los periodistas de época que lo conocieron como un personaje deleznable, sufrió aquella derrota como una terrible humillación y un año después abandonó el boxeo. Alguna vez declaró que no odiaba a los judíos, que no tenía nada contra ellos, una aclaración que seguramente estimó necesaria para poder continuar su carrera como actor… En esa función hizo distintos papeles, interpretando a soldados nazis en cuanta película de guerra pudo y a personajes maléficos, como el tirano Vigo von Homburg Deutschendorf en los “Cazafantasmas II”, el villano James en “Duro de Matar” y el maldito Souteneur en “Stroszek” de Werner Herzog. El papel le gustaba y lo hacía bien. Estuvo preso por tráfico de drogas y proxenetismo, y fue acusado por su padre de abusar de su madrasta y hasta de tener una hija con ella, a la que él señalaba como su hermana. Sus últimos años vivió solo en Santa Mónica, Estados Unidos, con su perra Kiss. Murió de cáncer en México, en 2004, a los 63 años.


Ringo, un año después de esa pelea se enfrentó finalmente con Muhammad Alí y cayó en una pelea quijotesca, en el round 15, por nocaut. 

 

Siguió peleando seis años más con buenos resultados, pero escasas bolsas hasta que volvió a Estados Unidos en 1976 con la expectativa de realizar algunas peleas de menor jerarquía y mejorar sus deterioradas finanzas, producto en buena medida de su extrema generosidad y de un siempre inoportuno y constante derroche. No resultó. Eligió como representante al empresario Joe Conforte, signado como mafioso, quien le había prometido una revancha con Alí que por supuesto nunca llegó. En esos meses estableció una relación confusa con su mujer, Sally Burgess, quien por una cuestión contractual lo adoptó como su pupilo. La pelea prometida se fue alejando y Bonavena remitido a papeles menores. Tras enemistarse con Conforte, su relación con el clan se hizo insostenible. El 22 de mayo Ringo murió asesinado de un tiro certero en el corazón por el guardaespaldas de Conforte, Ross Brimer, en el Mustang Ranch de Reno, Nevada. Tenía 33 años. Sobre él se hicieron dos películas y se escribieron varios libros y notas de investigación. El entierro de Bonavena, al que asistieron 150.000 personas fue una de las mayores expresiones de fervor popular que vivió la Argentina, pese a que se realizó en plena dictadura cívico militar.


                                                                                                                 

Daniel Ponzo          

PD: Un agradecimiento especial al colega Martín Goldbart que publicó un anticipo de esta nota en Clarín bajo el  título "La noche en que Ringo Bonavena le dio una paliza infernal a un nazi...",  a pocos días del estreno de la serie de Netflix, "Ringo: gloria y muerte".